Apenas había empezado a clarear, enciendes
la emisora y te enteras del lio montado. Sales rápido, talvez más del debido,
la adrenalina te empuja. Controlas la velocidad, hay que llegar. Todo incendio
por definición es un puto caos. Hay que saber si hay viviendas (habitadas o no)
en el monte, caminos de accesos (preferentemente con salida), saber el tipo de
vegetación, si hay pendiente o es terreno liso, velocidad y dirección del
viento y un largo etcétera que acorto para no aburrirte. A todo esto, añade
servicios de emergencias; bomberos, agentes medioambientales, guardia civil, policías
locales, estos últimos encargados de controlar los accesos de los vecinos
preocupados por sus posesiones (ya sean viviendas o campos de cultivo entre el
pinar). Se establecen prioridades y estrategias, ataque directo con brigadas
terrestres y descargas de agua o retardantes (como en esta fotografía) con los
medios aéreos. Pasa el tiempo, parece que el trabajo y la estrategia da
resultados. Acabas cansado pero contento. Sabes que, aunque te duches el olor a
incendio permanecerá varios días en tus fosas nasales. Esperando que este último
que has vivido haya sido el peor. Pero no será así, el abandono del mundo rural
y el cambio climático tienen la guadaña preparada y lista para cuando se den
las condiciones apropiadas. Allí nos encontraremos, en el infierno rojo.
Recuerdos de un incendio a mediados de la
primera década de este siglo en la Marina Baixa.
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