La luz en la playa crea un estado
adictivo, se podría decir que induce una cierta alteración de la consciencia.
A la playa me gusta ir “fuera de
temporada”. Esos meses que empiezan a prometer, que no saturan, ni se
encuentran saturados. Los abriles, mayos y los junios. Después hay que dejar un
poco para la gente más necesitada de sol, que llegan en avalanchas a la costa.
Para volver en los septiembres y octubres.
Meses deliciosos, con aguas
limpias y transparentes, y las playas vacías.
En estos meses de aguas frescas
para un mediterráneo, tengo que reconocer que sufro pequeñas alucinaciones, me
meto en la mar, con esa sensación energizante del agua fresca y cuando salgo a
la playa y me tumbo en la tolla en playas semidesérticas, el sol me induce un
estado de somnolencia, cuasi hipnótico. Cierro los ojos y veo unas luces
amarillas, como si fueran las trasparentes aguas de la mar sobre la arena, a
escasos decímetros de profundidad.
Sin duda estados alterados de
consciencia. Con ese aletargamiento que produce el calor del sol. Con las sensaciones
de la brisa marina, con las playas vacías.
Amo el agua de esos meses, que no
han sido profanadas por la profusión de los protectores solares, que crean una
capa oleaginosa que impregna todo lo que toca.
Ahora es el momento, los meses
buenos, las aguas tranquilas. Después llegaran los vientos de levante y lebeche
y alteraran la transparencia de las aguas, crearan la inevitable turbidez de
las mismas.
Todas estas sensaciones me retrotraen
a mi infancia cuando la playa de La Marina era una gran desconocida, cuando no
tenías problemas para tomar el sol sobre la arena en el periodo vacacional.
Cuando las distancias entre toallas eran de decenas y decenas de metros entre ellas.
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